SAN JERONIMO DE VALPARAISO

Otro de los días de su estancia en Córdoba, quiso el duque visitar el famoso monasterio de San Jerónimo de Valparaíso, distante una legua y media de la ciudad. Partió en una carroza de seis plazas en la que admitió a algunos de los principales notables cordobeses y a la que, por el camino, fueron sumándose otras cinco carrozas más.
El paraje en que se enclava el monasterio, al abrigo de la sierra, les pareció singularmente encantador y, por la descripción que de él hicieron, debía serlo aún más que actualmente, pues la vegetación que poblaba la ladera de la sierra, desde el convento al llano, incluía “una selva maravillosa de limones dulces y de naranjas en torno a la cual se desarrolla el muro de la clausura.”

No hacía tanto que el monasterio había recibido una visita real, la de Felipe IV, acompañado de su hermano, el infante Don Carlos. Casi un siglo antes, el rey Felipe II había pasado allí la Semana Santa de 1570, año en que se celebraron Cortes en Córdoba. Le acompañaron sus sobrinos, los archiduques Ernesto y Rodolfo, futuro Emperador este último. Sin embargo, el principal interés histórico del monasterio para el Duque Cosme y sus cortesanos se centró en la estancia de los Reyes Católicos, y especialmente de la Reina Isabel, que residió periódicamente en él durante la guerra de Granada, siendo la única mujer que, en todos los siglos de historia del monasterio, por especial dispensa papal, había puesto los pies dentro de la clausura. En su crónica, Magalotti incluso atribuye equivocadamente a los Reyes Católicos la fundación del monasterio, que, como es bien sabido, debió su nacimiento a los Fernández de Córdoba.

Los monjes hicieron las delicias del duque mostrándole los regalos de la Reina Católica, atesorados a través de los siglos: una cajita de marfil, taraceada de ébano, conteniendo un peine de marfil y una “rosta” o abanico de paja, que había usado durante su estancia en Valparaíso. Que la reina decidiera dejar a los monjes objetos de uso tan personal concuerda con el relato de las crónicas, según el cual, “trataba a los frailes de hermanos y con tanta familiaridad y cariño que causaba asombro”.
En otra estancia vio el duque un retrato del Rey Boabdil y las armas que llevaba cuando fue hecho prisionero en Lucena por el Marqués de Comares, don Diego Fernández de Córdoba, otro de los grandes benefactores del Monasterio. Lástima que no nos hayan dejado descripción alguna de la más importante donación que este mismo señor hizo al monasterio: el retablo pintado por Alejo Fernández para el altar mayor de la iglesia, que el duque y sus cortesanos debieron ver “in situ” y del que hoy no queda nada.

Sí se detienen los cronistas en describir la deleitosa vista que disfrutaron desde las terrazas del monasterio, que abarcaban la ladera y toda la campiña, hasta vislumbrar a lo lejos Sierra Nevada. Algo melancólica nos suena hoy, sin embargo, su referencia a un lugar donde pastaban los caballos, del que dicen: “este lugar se llama Córdoba la Vieja porque desde algunos edificios, cuyas ruinas se ven desde aquí, dicen que antiguamente había una ciudad”; pues la ciudad, de la que tan completamente se había perdido la memoria, no era otra que Medina Azahara. Tal vez alguno de los cortesanos o el propio duque se detuviera ante el precioso cervatillo de bronce que entonces adornaba la fuente de uno de los claustros, como siglos antes lo había hecho en la fuente regalada por el emperador bizantino a Abderramán III. Tal vez conociera el cervatillo que se conserva en el Museo Bargello de Florencia, o el grifo de la Catedral de Pisa, supervivientes también a la ruina del califato cordobés. En todo caso, lo más probable es que no apreciasen demasiado el estilo de estas obras, habida cuenta de que cuando visiten el Patio de los Leones en la Alhambra, se referirán a las famosas esculturas que soportan la taza de la fuente simplemente como “algunos leones de mármol mal esculpidos.”

Desde la terraza, los ilustres visitantes pasaron a las habitaciones del prior, donde fueron agasajados con confituras preparadas con agua y chocolate. Y de allí, a la Biblioteca, donde el tesoro de manuscritos e incunables no parece haber impresionado mucho al inflexible Magalotti, cuyos gustos se dirigían más al terreno de la ciencia experimental, como acredita su cargo de secretario en la “Accademia del Cimento” florentina.
Finalmente, el duque decidió que todos hicieran el descenso del monasterio a pie, dado lo apacible del día y lo agradable del lugar. Según el cronista, la jornada no parecía propia del mes de diciembre en que se encontraban, sino una de las más bellas y templadas de abril, comentario que, sin duda, no resultará extraño a los cordobeses de hoy.

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