FIESTA DE TOROS Y CAÑAS

Mucha había sido la insistencia por parte de la reina gobernadora en que Córdoba organizase, en honor del Gran Duque, una gran fiesta de toros y cañas, para la que no había habido ocasión durante su estancia en Madrid, debido al luto de la Corte. Estos festejos, siempre populares en España, gozaban por aquellos años más que nunca del favor real, dado el entusiasmo con que Felipe IV había gustado de ellos, llegando incluso a participar personalmente, en ocasiones junto a su favorito el Conde-Duque.
Como los torneos medievales, se trataba de una actividad reservada a los nobles, pero muy apreciada entre todas las clases. La bula de Pio V, “De Salutis Gregi Dominici”, excomulgando a todo príncipe que permitiera la celebración o asistiera a “esos espectáculos cruentos y vergonzosos donde se corren toros en las plazas públicas” nunca había sido publicada en  España, por intervención expresa de Felipe II. Y lo cierto es que el profundo clericalismo de Cosme III no le impidió asistir a un espectáculo calificado por el papa como “más propio del demonio que de fieles cristianos.”
Por la mañana del día 12 se acercó el duque a la Plaza de la Corredera, aderezada con gradas de madera en todo su perímetro y vistosas colgaduras en los balcones. Desde el lugar dispuesto para él en la Casa del Corregidor, pudo ver el encierro, momento en que las reses, guiadas por los cabestros y los mayorales eran introducidas en el toril. Aunque esto no formaba realmente parte de la fiesta, los mozos tenían ocasión de divertirse y lucir su destreza citando a los toros con el capote y esquivándolos con un quiebro de cintura. Magalotti describe sin inmutarse la costumbre de sacrificar al pueblo el toro que llegaba en último lugar. A éste, después de marearlo con los capotes, se le soltaba a los perros (dogos o alanos), momento que aprovechaban para cortarle los nervios de las patas traseras, de manera que el toro caía, arrastrando las patas sobre el terreno y en seguida, dice Magalotti, saltaba sobre él “toda la canalla, con puñales y espadas, siendo afortunado el que puede separar los mayores trozos.” En seguida, tres mulas lo arrastraban fuera de la plaza, siempre seguido del pueblo. Ese día, en atención al duque, fueron tres los toros que corrieron dicha suerte.
 Acabado el encierro, volvió el duque a casa, donde asistió a misa y recibió la visita del obispo. Por la tarde una carroza le llevó de nuevo a la plaza, atestado ya el graderío con gente del pueblo y los balcones de damas, “lindamente ataviadas.” Pocos años después, la condesa D’Aulnoy, de viaje por España, describirá en un estilo mucho menos seco que el de Magalotti la impresión que le produjo la plaza mayor de Madrid preparada para una fiesta de toros: “Los caballeros saludan a las damas que están sobre los balcones, libres de sus mantos. Van adornadas con todas sus pedrerías y con lo mejor que tienen. No se ve más que telas magníficas, tapicerías, almohadones y alfombras ribeteadas de oro. Jamás he visto nada más deslumbrante.”

Muy ceremoniosamente, el corregidor ofreció al duque, en una bandeja de plata, la llave del toril, como se acostumbraba a hacer con el Rey, para que la arrojase al ujier y diese comienzo la fiesta. Pero como el duque rehusara el privilegio, el mismo corregidor la arrojó al ujier, que en seguida soltó el primer toro. Las crónicas de Magalotti y Corsini nos dan el nombre de los nobles que participaron en la corrida, todos a caballo, así como una minuciosa descripción de la indumentaria, porte, arrojo y destreza de cada uno.

Después del primer rejoneo, a cargo de don Pedro de Hinestrosa, caballero veinticuatro, tuvo lugar el vistosísimo desfile de parejas de jinetes enarbolando larguísimas banderolas (a las que llamaban “cometas” por su larga cola), seguido de la fiesta de cañas, de herencia hispanoárabe, y las escaramuzas, que los florentinos encontraron parecidas a sus fiestas “de los carruseles”.
A continuación prosiguieron con las suertes del toreo don Pedro de Hinestrosa, don Francisco de los Ríos (“cuyos caballos – dice Magalotti – eran no sólo los mejores de la fiesta, sino de los mejores que verse puedan”) y don Gonzalo Antonio de Ceu. En total, once toros murieron aquella tarde. Mientras, el duque y sus cortesanos eran continuamente obsequiados con bandejas de “confituras delicadísimas”, agua fresca y chocolate, y la orquesta de trompas y pífanos mezclaba sus sones acompasados a las ovaciones del gentío y el bramido de las bestias.
Cuando, ya muy tarde, terminó la fiesta, cuantos caballeros le habían atendido ese día, acompañaron al duque a casa. Nunca sabremos qué juicio le mereció en su fuero interno aquel espectáculo organizado en su honor; pero, en comparación con las justas celebradas en Florencia, en la Plaza de Santa Croce, que él conocía, aquella mezcla delirante de muerte y júbilo, aquella exaltación de lujo y sangre, debió parecerle procedente de un mundo más antiguo y bárbaro que el suyo. Quizá esa noche se acercó temblando a su reclinatorio en busca del sosiego de la oración. Quizá resonaron en lo más profundo las severas palabras del anatema papal o las tiernas exhortaciones de San Francisco a las criaturas y a las fieras del campo. O quizá, aquél último descendiente de una estirpe caduca, cuyo pasado brillo hacía tanto que se había extinguido para siempre, aquel digno representante de una religiosidad tosca, materialista y gazmoña, se acostó sin más, y con ánimo satisfecho durmió toda la noche.

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