LA MEZQUITA
Al día siguiente de su llegada a Córdoba, acudió el duque con
sus cortesanos a escuchar misa en la
Catedral. En su crónica, el marqués de Magalotti se refiere a este edificio con
su advocación cristiana de Nuestra Señora de la Asunción, pero señalando que se
trata de la antigua mezquita de los árabes.
Al describir la forma y disposición de los arcos, todos
tienen palabras elogiosas para el artesonado, que aún se encontraba
muy bien conservado, afirmando, como ya entonces se pensaba, que había sido
tallado en madera de cedro. Más acertado, sin embargo, había estado un siglo
antes nuestro Ambrosio de Morales al decir que la madera del artesonado era de
alerce, un tipo de pino traído de Berbería, y tan delicada, que cuando se
desmontaron algunas partes durante la obra del crucero de la catedral, fueron
vendidas a alto precio para fabricar instrumentos musicales, como laúdes y
vihuelas.
Naturalmente, el duque y sus cortesanos mostraron un gran
interés por la zona de la maxura, con su maravillosa cúpula, y el mihrab, con
su cubierta en forma de concha, de una sola pieza. Desgraciadamente, el sentido
estético de los florentinos, exclusivamente ligado al gusto clásico (hoy lo llamaríamos
etnocéntrico), les impidió disfrutar de los bellísimos atauriques que decoran
los paneles a ambos lados del mihrab, de los que Magalotti no vacila en afirmar
que están esculpidos “de malísima manera”. Por el contrario, el cronista fue
capaz de imaginar la intencionalidad estética del espacio original de la
mezquita, en la que desde cualquier punto, a través del bosque de columnas,
podría apreciarse toda la longitud del edificio.
El altar mayor, que por entonces albergaba aún las pinturas
de Cristóbal Vela, les impresionó por lo majestuoso de su arquitectura. Resulta curioso, sin embargo que, al referirse
a una capilla aparte, “que llaman Sagrario, donde se custodia el Santísimo", no
hagan mención alguna de los frescos con que su compatriota Cesare Arbasia la había
enriquecido un siglo antes, ni de los grutescos, no muy diferentes de los que
pueblan el palacio de la Signoria, que recubren allí los venerables arcos de
herradura.
Por el contrario, se dejaron impresionar por la leyenda, a todas
luces falsa, del crucifijo grabado en una columna por la uña de un cristiano
que, atado a ella, aguardaba su martirio. Aunque Magalotti arroja una sombra de
duda sobre la historia, su sola mención es suficientemente reveladora de las
devotas inclinaciones del príncipe.
En el tesoro de la catedral, toda su admiración se reservó para la custodia de Arfe, esa maravillosa obra de orfebrería, en todo comparable a la que ya habían contemplado en Toledo.
Finalmente, merece subrayarse el entusiasmo que sintieron
ante la interpretación musical durante la misa. El marqués de Corsini anotó que
la Capilla de Música de la Catedral de Córdoba tenía fama de ser la mejor de
España y que en ella gastaba el Cabildo 12.000 escudos al año, frase que nos
provoca una enorme nostalgia hacia ese pasado que ahora tanto nos cuesta imaginar.
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